Serge Daney
- El órgano y la aspiradora
(Bresson, el Diablo, la voz en off y otros) por Serge Daney
“... dado que el aire es un cuerpo pesado, y que en consecuencia (según el sistema de Epicuro) desciende continuamente, descenderá por fuerza más rápido aún si es arrastrado por el peso de las palabras, pues éstas son cuerpos muy pesados y muy densos, a juzgar por la profunda impresión que nos causan y nos dejan. Es necesario pues lanzarlas desde una cierta altitud, sino no pueden ni tomar la dirección correcta, ni caer con una fuerza suficiente.” Swift.
Quisiera describir el dispositivo sonoro de una de las escenas de “El Diablo probablemente”, que transcurre al principio de la película.
Se trata de la escena en la que Charles y sus amigos penetran en la iglesia (les hemos visto antes abandonar una reunión política entre abucheos) para encontrarse inmediatamente metidos – y el espectador con ellos – en un debate bastante lúgubre en que se intuye que el asunto es la iglesia posconciliar. ¿Cómo describir esta escena (más bien un fragmento: desde hace tiempo ya no hay escenas en Bresson), desde el punto de vista del sonido?
-Nada la anuncia. El espectador no tiene, no va a tener nunca un anticipo. Nos encontramos muy rápido (demasiado rápido, para aquellos a los que no les ha gustado la película) en el núcleo del debate, el cual, de ser reducido a ese núcleo, se hallaría más bien desnaturalizado.
-Ese debate tiene lugar entre todos a la vez. Sería mejor hablar de un turno de palabra(s): hoscas, apagadas, emanadas de zombis. O de una sucesión de preguntas que no esperan respuesta ni réplica.
-Todos hablan, pero cada uno dice una sóla frase. Cada una de esas frases está puntuada por un sostenido de órgano. Es como si la violencia que falta en esas palabras fuera desplazada a esta ejecución vehemente. Previamente, un plano breve nos había mostrado al organista sentarse delante de su teclado y abrirlo.
-A esos dos sonidos que se ignoran, el órgano arriba y la discusión abajo, se añade un tercero: una aspiradora que alguien pasa sobre una alfombra roja.
¿Qué es lo que sostiene este fragmento? ¿Dónde buscar el hilo, la lógica? Ni en la psicología supuesta de los personajes (Charles habría decidido asistir a ese debate), ni en la dramatización de la escena (él habría intervenido). Está en otra parte. Reside en el hecho de que desde que penetran en la iglesia, Charles y sus amigos están prendidos en un dispositivo sonoro, aleatorio y heterogéneo, el montaje del debate, del órgano y la aspiradora que, literalmente, dispone de ellos.
Heterología bressoniana cuyos tres términos son lo alto (el órgano), lo bajo (la discusión) y lo que arruina la oposición de lo alto y lo bajo: lo trivial (la aspiradora). Los recién llegados no podrán más que añadir algunos sonidos a ese dispositivo sonoro, a ese barullo que es el verdadero tema de la película. O si se quiere, como se dice en “Ici et ailleurs”, el sonido, para empezar, es demasiado fuerte.
Hay en “El Diablo probablemente” una paradoja. Nunca Bresson ha parecido tan preocupado por ser actual y jamás ha acentuado tan rabiosamente, tan radicalmente, el desprecio que siente por todo discurso. Ahí radica su pesimismo. No sólo porque el discurso, el hecho de discurrir – y enseguida de perorar – da lugar necesariamente a lo teatral (énfasis, pathos) y transforma los “modelos” en actores o en histriones, sino también porque todo discurso, en tanto que apunta a la trivialidad (peor, a la edificación) supone un emisor y, para Bresson, el emisor humano es un dispositivo sonoro incompleto e irrisorio.
Pues hay una jerarquía sonora. En lo más bajo: el discurso y los oradores. Charles se encuentra con algunos a lo largo de su (elegante) camino a la cruz. Desde el librero que “preconiza la destrucción” en una cripta al inefable doctor Mime, el gran psicoanalista. Si están condenados (sin remedio), se debe a que dichos razonadores no “resuenan”. Su palabra es apagada, mate, helada. Su relación con el dinero es del mismo orden: el talonario de cheques gracias al cual el librero quiere comprar a la chica o, en el cajón entreabierto del doctor Mime, los billetes y cheques amontonados. El papel moneda tiene algo de solidificado, de cuajado, de in-sonoro que se comprende mejor si se refiere a la escena “inspirada” de la película, la de la segunda visita a la iglesia. Cuando Valentín sigue a Charles “con condiciones” (está drogado) a la iglesia, de noche, es bajo el signo del sacrilegio (Valentín rompe los troncos) y el simulacro (Charles pone Monteverdi en un aparato de música) como el doble rumor de las piezas y la música efectúa la metáfora voz/oro.
Otro razonador: Michel, el ecologista. Es una figura bressoniana bien conocida: el “mejor amigo” de discursos edificantes, en general sexualmente deseado (aunque no amado) por la heroína, de lo cual se aprovecha (acordémonos del amigo del Pickpoket, Jacques). En “El Diablo probablemente”, Michel trabaja en una película de activismo ecológico que le vemos proyectar (-se) con (¿para?) algunos amigos. Se ha hecho burla de esta escena, viendo en ella la senilidad de Bresson dispuesto a cualquier oportunismo para ser creíble en su supuesto retrato de la juventud. Pero esta escena es todo menos simple. Ya que la película activista es muda y Michel y sus amigos “dicen” el comentario al mismo tiempo que la proyección. Ese comentario, que nunca ha sido tan justificado escribir, siguiendo a Pascal Bonitzer, como “comentario”, lo leen, lo repiten, lo murmuran. Asistimos nada menos que a la fabricación de una voz off.
Hay, de repente, algo inquietante en el espectáculo alternado de las imágenes de película dentro de la película (y en su violencia inmediata: el vertido del petrolero, el lodo rojo, la matanza de una cría de foca) y el movimiento de las manos de los comentaristas provistas de lámparas eléctricas, circunscribiendo sobre el papel la información que se ha de leer, que se ha de recitar – que se ha de incrustar en las imágenes. Construcción de la voz off: es necesario todo el poso de Bresson para filmar a esos chicos “bien” que, frente a las imágenes que ilustran su propia causa, sólo pueden envolverlas de un discurso que ya no resuena en ellos, sino que más bien los alecciona. Hemos hablado bastante, en Cahiers, de las facilidades culpables de la voz “off” (se verá más adelante por qué le pongo comillas) para no dejar de sentirnos afectados por el espectáculo del trasvase a punto de operarse ahí, ante nuestros ojos, entre la violencia muda de las imágenes y el comentario hastiado de la voz, entre el grito silencioso de esas imágenes y la voz agazapada en la oscuridad. Incapacidad de los discursos humanos (y de la voz que los lleva) de sostener la violencia del mundo. El pesimismo de Bresson no viene de ayer; en El Diablo, sólo está más al desnudo. Se comprenderá que el problema no es el de saber los que busca Charles (su indagación) o lo que piensa (sus convicciones), si se opone o no a la cruzada ecológica o a la comida macrobiótica. El debate de ideas, en efecto, surge siempre de un dispositivo sonoro ensordecedor (los abucheos de la cripta, los árboles que se talan), de un exceso de decibelios. El sonido siempre es demasiado fuerte. Y si Michel es desacreditado a los ojos de Charles, no es porque la tala de árboles (que consiente) desmienta sus convicciones ecologistas, sino porque el ruido atroz que hacen los árboles al caer convierte a priori todo debate en inútil en tanto que inaudible.
Esto a favor del “materialismo” de Bresson: por lo que respecta a los discursos, es el oído y no el cerebro el que porciona. La voz no es más que un ruido, uno de los más débiles que hay. Y lo que busca Charles, no es ciertamente ser convencido (seguro como está de su superioridad), ni convencer (dispuesto como está a decir casi cualquier cosa para tener la última palabra), sino ser vencido. Y en la lógica bressoniana de los cuerpos sonoros, no será vencido más que por un ruido más fuerte que los demás: un disparo en el agua, y después en la nuca.
Hay pues que apartar – a riesgo de decepcionar – la cuestión de saber si Charles es un prototipo de la juventud actual vista por el autor. Bresson no se inclina tardíamente por los jóvenes puesto que ahí reside, de siempre, su único objeto de interés. El “modelo” bressoniano nunca tiene más de treinta años. Es mejor estudiar a Charles como a un cuerpo sonoro entre otros, elegido entre otros. Charles, en el fondo, no siente apego más que por una cosa: tener la última palabra. Pero no a la manera de un buen orador que la sostiene intelectualmente, sino más bien a la manera de un loro. En esta quincalleria de máquinas sonoras más o menos aceleradas, sólo tiene la última palabra porque nunca tiene la primera y no le encontraríamos mejor comparado que con la ninfa Eco, que, según Ovidio “no sabría hablar primero/ que no sabe callarse cuando se le habla/ que repite sólo las últimas palabras de la voz que la alcanza”.
Mal emisor-receptor, el héroe ninfa bressoniano no puede ir contra dicho sonido demasiado fuerte más que siendo, como la iglesia dos veces vacía, un puro lugar de paso, una caja de resonancia. De ahí el aspecto decepcionante de la película. Cuando en un breve lapso de valentía, Charles se enfrenta al doctor Mime, no es capaz de hacer otra cosa que leer, con la voz pesada de un esnob recalcitrante, la lista arrancada de una revista de aquello que se le figuran como los “horrores” de la civilización moderna. Sólo puede repetir. Vivir (antes de comprar su derecho a morir junto al silencioso Valentín), es hacer resonar en sí, sin discurso, incluso sin abrir la boca, ese mundo en el que el sonido es demasiado fuerte, acompañarlo en su estrépito. Se trata de una forma arcaica de resistencia, conocida por todos los escolares del mundo: el canto con la boca cerrada, el “zumbido”. Nostalgia religiosa, sin duda: en la Edad Media se llama neuma a las frases musicales dichas en un solo aliento (uno pneumate). Sin abrir la boca, ya que si uno la abriera ¿quién sabe lo que se podría meter dentro? El Diablo, probablemente.
“Las cuerdas vocales pueden vibrar en ausencia de todo paso de aire y bajo el único efecto de las estimulaciones nerviosas.” Moulonguet et Portman
Tenemos pues que llegar a la voz, dar un rodeo por ella. Un largo rodeo. En términos lacanianos, se trata de un objeto a y uno de sus objetos parciales es la boca. Pero la voz no se fabrica sólo en la boca, siempre viene de más lejos. La voz incumbe al cuerpo entero.
En el cine la voz tiene la particularidad de que puede tener un doble visual, como una sombra de la que sería la presa. Ciertamente nunca parece tan al alcance, tan palpable como en el momento en que es emitida, en que abandona el cuerpo en el gesto y la torsión de los labios. Esta metonimia es decisiva: es lo que se ve (los labios moviéndose, la boca abierta, la lengua y los dientes) lo que permite establecer la realidad de lo que es, en el mismo instante, oído.
No hay otro medio de asignar un cuerpo a una voz que asegurándose de dicho doble visual: es el que decide de la realidad de lo que permanece, por definición, como invisible. El cine mudo se ha alimentado de esta metonimia (ni humo sin fuego, ni bocas moviéndose sin voz) resuelta en metáfora (era el rótulo, el intertítulo, el que ocupaba el lugar de la voz). Como dice Anne-Marie Mieville en Comment ça va: es la mirada la que manda. A ésta es a la que tenemos que protestar ante una película mal sincronizada o mal doblada. Pero para que esta protesta adquiera todo su sentido , habría que saber si reconocemos igualmente si un pie o una espalda están o no sincronizados. Y vemos con claridad que dicha cuestión nos viene de Bresson, uno de los primeros que ha hecho del cuerpo “fragmentado” de sus “modelos” la sombra de la voz y su doble visual.
{Barbarie primitiva del doblaje, escribe en sus notas sobre el cinemátografo (p.56). Voces sin realidad, no conformes a los movimientos de los labios. A contra-ritmo de los pulmones y del corazón. Que “se han equivocado de boca”.} Bresson es de aquellos (también Tati) que han exigido siempre un cierto realismo del sonido. En ello ha ejercido una gran influencia sobre los cineastas más innovadores de la Nouvelle Vague. Al mismo tiempo, en esta cita, no habla sólo de la boca y los labios, sino también de los pulmones y el corazón. Pues su exigencia no lo ha precipitado hacia el fetichismo del sonido directo sino, al contrario, hacia una práctica obstinada y meticulosa de la post-sincronización, concebida como dosificación y división. ¿Por qué? Porque justamente distingue la voz de la boca. La boca es el lugar en el que se lee de la manera más fácil (también de la más perezosa) que se dice algo. Pero resulta que la voz incumbe al cuerpo entero: al corazón, a los pulmones, que no se ven.
Para ir más lejos en este sentido, habría que recibir con desconfianza todo un vocabulario, tal el del in y del off, tomado con demasiada fidelidad del dominio de lo visual que conlleva, sin que nos demos cuenta, la hegemonía del ojo y su consecuencia necesaria: la mutilación del oído (el cine sería sobre todo la imagen, la imagen que “colma la vista” de la mirada que manda, etc.). La llegada de las técnicas del directo en el reportaje televisivo, las películas etnográficas y el cine militante, redoblada por todos los delirios sobre la inmediatez indivisible del audiovisual (Rouch y los Straub, enseguida copiados, mal comprendidos), han comportado un ceñimiento del espacio sonoro sobre el espacio visual, éste verificando a aquél, sirviéndole de garantía. Lo cual significa olvidar que los espacios son heterogéneos. Los lugares y los momentos de su conjunción deberían dar lugar a una descripción y un vocabulario más precisos.
Para empezar, siempre hay el peligro de importar un vocabulario cuya pertinencia es principalmente técnica. Se ha podido comprobar con la cristalización del sintagma, que debemos a Godard y que se ha vuelto inoperante por el abuso que se ha hecho de él, de las “imágenes y sonidos”. ¿Para quién se presenta la película en forma de imágenes y sonidos? Para el que la fabrica o para el que la deconstruye, para el técnico o para el semiólogo, no para el que la ve. En el momento en que hablar de “imágenes y sonidos” había dejado de pasar por el fin del materialismo (mientras que para Godard, en ese momento era el “y” lo interesante), se comprendió que con esos términos se había vuelto imposible hablar del lugar del espectador, del dispositivo que lo implica, de su deseo. Se hizo necesario desplazar el ángulo de ataque: hablar de la mirada (que no es ni el ojo ni la imagen) y de la voz (que no es la boca, ni el oído ni el sonido). Igualmente se hizo necesario hablar de pulsión (escópica, mirar no es ver; invocante: escuchar no es oír).
Igualmente, a nivel de la imagen, la distinción entre lo que está in y lo que está off resulta útil sin duda para escribir un guión o la elaboración de un guión técnico, pero carece de sutilidad cuando se trata de hacer una elección, una clasficación, una teoría de los objetos perdidos. Pues hay, en el cine, diferentes posibilidades de estar off. Hay objetos definitivamente perdidos (irrepresentables, como la famosa cámara que-filma-y-no-puede-por-tanto-ser-filmada, o tabús como el profeta Mahoma) y objetos temporalmente perdidos (de vista), sometidos a la alternativa conocida del Fort y el Da, referidos a la metáfora hilandera y freudiana del ovillo de hilo, susceptibles de un eterno retorno, para el horror o el goce del espectador. No son los mismos: declararlos como off no los unifica.
Pero esta distinción in/off, ya discutible en lo tocante al registro visual, se convierte en una herramienta grosera, impropia para manejar cualquier material cuando se trata de la voz. Mal que bien, se bautiza como “off” a la voz cuyo supuesto emisor está fuera de campo y viceversa. Pero el que no ve que haciendo eso, no hace más que distinguir al que está sincronizado del que no lo está, ciñe la voz a su doble visual y reduce a éste al espectáculo de la torsión y gesto de los labios. Se remite la voz off a una ausencia de la imagen. Creo que hay invertir el orden y referir las voces a su efecto en o sobre la imagen.
Llamaré voz off, stricto sensu, aquella que siempre va paralela al desfile de imágenes y que nunca lo recorta. Ejemplo: el comentario de un documental sobre las sardinas puede decir lo que quiera (describir las sardinas o incluso difamarlas), que permanece sin impacto mesurable sobre las mismas. Esta voz, superpuesta después en la imagen, pegada sobre ella, no es portadora más que de metalenguaje. No se dirige (por entero: lado enunciado y lado enunciación) sino al espectador con el que establece alianza, contrato, a espaldas de la imagen. La cual, dejada en una especie de abandono enigmático, de desarraigo, a fuerza de no servir más que de pretexto a la alianza comentario-espectador, adquiere una cierta manera de estar ahí – sentido obtuso, tercer sentido barthesiano) – del que se permite (pero hay que ser perverso) disfrutar incognito. Para ello, quitad el sonido de la televisión y mirad las imágenes libradas a sí mismas. En dicho caso la voz off tiene un efecto de forzado. Si digo, hablando de las sardinas: “Los grotescos animales, movidos por una pasión suicida, se precipitan en las redes de los pescadores alcanzando el colmo del ridículo”, dicho enunciado no contaminará a las sardinas sino a la mirada que el espectador tendrá de las mismas, abrumado de tener que arreglárselas con la falta evidente de relación entre lo que ve y lo que oye. La voz off que fuerza la imagen, que intimida la mirada, que crea una doble coacción, es una de las formas privilegiadas de la propaganda en el cine.
Es en este nivel en el que operaría un Godard: en el nivel de lo que se podría llamar “el grado cero de la voz off”. En Leçons de choses (segundo fragmento de “Six fois deux”), la irrupción (tanto más violenta cuanto que es, como todas las imágenes de Godard, rigurosamente imprevisible) de un plano de un mercado (en la imagen) enseguida bautizado de “incendio” (en el sonido) no se justifica sólo por un juego de palabras (mercado-precios que arden-incendio) sino también por una especie de rima entre la irrupción de la imagen y la enunciación de la palabra: está haciendo eco de aquella, re-marcando retroactivamente su violencia. Lo mismo en Ici et ailleurs con la serie “¿Cómo se organiza una cadena?” La voz de Godard que repite sordamente, con cada nueva imagen: “Ben, así... así... pero también así... “ juega en relación al “de una en una” de las imágenes el mismo papel que juegan las comillas en la escritura en relación a las palabras que encierran: hacer resaltar, poner a distancia.
La voz off es el lugar de todos los poderes, de todas las arbitrariedades, de todos los olvidos. A ese nivel, casi no hay diferencia entre India song, el documental sobre las sardinas, una película situacionista o la película china de propaganda que le sirve de soporte: mismo contrato con el espectador (seducción, pedagogía, demagogia) partiendo del forzado de la imagen. Lugar de un poder ilimitado. No se sale de ese círculo vicioso más que si la voz off arriesga algo y lo arriesga en tanto que voz: por su disgregación (ya no una voz sino voces, no más una certeza sino enigmas), sobre todo por su singularización. De la política de los autores, también se sale por una “política de las voces”, de las voces inimitables (Godard, Duras, Bresson desde hace tiempo). Revancha de la radio sobre el cine, de Vertov sobre Eisenstein. De la voz fundamental sobre el discurso erigido. De lo femenino sobre lo masculino.
Llamaré por el contrario voz in a la voz que, como tal, interviene en la imagen, se mezcla, la marca con un impacto material, con un doble visual. Si mi comentario sobre las sardinas dejaba de todas formas, esos pobres bichos en su estar ahí como meras sardinas, no pasa en absoluto lo mismo si, en el curso de un reportaje en directo, interrogo a alguien. Incluso emitida fuera de campo, mi voz va a irrumpir en la imagen (in), a alterar un rostro, un cuerpo, a provocar la aparición furtiva o duradera de una reacción, de una respuesta. El espectador podrá medir la violencia de mi enunciación con el espectáculo del trastorno del que la recibe como se recibe un golpe de un balón o una pelota (otros objetos a): rozando o en toda la cara. Es la técnica utilizada por Ivens y Loridan en Comment le Yukon deplaça les montagnes. Es la de la película de terror, la de las películas “subjetivas” de Robert Montgomery. Es también sin duda el de ese procedimiento un poco pasado de moda en que una voz interpela familiarmente a los personajes de la película y éstos la oyen, se detienen, le responden. Paternalismo de Guitry respecto a sus “criaturas”, complicidad entre el narrador y los figurantes de la película: de Entre ciel et terre de Salah Abou Seïfa a Bienvenido Mr. Marshall de Berlanga.
Esta voz in es el lugar de otro poder, también temible. Y es que puede hacer pasar como la emergencia de la verdad lo que no es más que la producción, ofrecida al voyeurismo del espectador, del trastorno de un cobaya enfrentado al dispositivo preguntas-respuestas.
He llamado voz off y voz in a las voces cuya emisión permanece invisible. La primera obra sobre la tentación del metalenguaje y del discurso protegido, la segunda sobre el pequeño juego de preguntas-respuestas. Existen al menos otras dos clases de voz, esas que son emitidas en la imagen, ya sea desde una boca (voz out) o del cuerpo entero (voz through).
La voz out es, ni más ni menos, la voz en tanto que sale de la boca. Chorro, deyección, pérdida. Uno de esos objetos que el cuerpo expulsa (conocemos otros: la mirada, la sangre, el vómito, el esperma, etc.). Con la voz out tocamos la naturaleza misma de la imagen cinematográfica: plana, dicha imagen da la ilusión de profundidad. En lugar del espacio imaginario de donde nos llegan las voces off e in (espacio aleatorio que depende de la disposición técnica de la proyección, de la configuración de la sala, de la disposición de los altavoces, de la del espectador y del acomodador que le ha situado), uno tiene que vérselas con un espacio ilusorio, con un engaño. La voz out surge del cuerpo filmado que es de hecho un cuerpo problemático, una falsa superficie y una falsa profundidad, un doble fondo de lo que no tiene fondo y que expulsa (hace visibles, pues) objetos con tanta generosidad como los taxis de Buster Keaton acogen a un regimiento. Ese cuerpo filmado está en la imagen de la comisaría de Cops o en la iglesia de Seven Chances.
La voz out participa de la pornografía en tanto que incita a “fetichizar” el momento de aparición de los labios (labios de las estrellas o, en X.27, Marlene poniéndose pintalabios ante el pelotón de ejecución). Del mismo modo, el cine porno se centra en el espectáculo del orgasmo, visto del lado masculino, que quiere decir del lado de lo más visible. La voz out da pie a todo un “teatro de la materia” puesto que es el lugar mismo de toda metáfora religiosa (paso del adentro al afuera con metamorfosis). Captar el momento de emisión de la voz, es captar el momento en que el objeto a se separa del objeto parcial. El cine pornográfico es una negación de dicha separación que amenazaría con remitir el objeto a al gasto improductivo (derroche) y al objeto parcial a su estatuto de orgasmo (carne). Intenta mantener el mayor tiempo posible en el fetichismo de un orgasmo al que no puede seguir – siempre la obligación de lo visible, “la esfera transparente de la emisión de semen” como dicen muy bien Bruckner y Finkielkraut – más que otro orgasmo y así al infinito. Hay una pornografía de la voz comparable de hecho a la pornografía del sexo (abuso de las entrevistas, bocas de los líderes políticos, etc.). Por otra parte es aquello con lo que los más avispados tejen sus ficciones (a granel: La sombra de los ángeles de Daniel Schmid: a una prostituta se le paga por escuchar; El sexo que habla: un sexo de mujer habla de su bulimia).
Para acabar, habría que llamar en toda lógica voz through (la voz que atraviesa) a la voz que es emitida en la imagen pero fuera del espectáculo de la boca. Un cierto tipo de encuadres, la preferencia por filmar personajes de espaldas, de lado o en escorzo, la multiplicación de lo que “hace pantalla” (mueble, biombo, otro cuerpo, una caja, etc. ) bastan para separar la voz de la boca. El estatuto de la voz through es ambiguo, enigmático, pues su doble visual es el cuerpo con su opacidad, el cuerpo expresivo, entero o por partes. Sabemos que por razones económicas, los cineastas pobres otorgan a personajes filmados de espaldas parlamentos que no les pueden hacer tener de cara (en directo). Naturalmente, esas espaldas no son “verdaderas”, mientras que en Bresson (o en los Straub) todo el problema consiste en desplazar el efecto de directo sobre una parte del cuerpo lisa y obtusa. La modernidad (desde Bresson, precisamente) se ha traducido por un gran número de cuerpos filmados de espaldas (no sin efectos de coquetería o de seducción, por otra parte). Directo y no directo, aquí y allá (ici et ailleurs)...
La última hasta la fecha de dichas espaldas (y no la menos misteriosa) es la de Anne-Marie Mieville en Comment ça va.
“El diablo se le mete en la boca”. No hacer que un diablo se meta en una boca. “Todos los maridos son feos”. No mostrar una multitud de maridos feos. Bresson
Algo más, para acabar, sobre la famosa “voz bressoniana” que horrorizó-fascinó a una o dos generaciones de espectadores. Se ha atribuido dicho timbre al odio declarado de Bresson al teatro. Se ha visto, en menor medida, el homenaje denegado del autor a una clase (la gran burguesía) cuyos hijos Bresson fetichiza a condición de disfrazarlos de jóvenes aristócratas desclasados metidos en ficciones dostoyevskianas. Todo eso es cierto. Pero también se puede decir que la voz bressoniana es aquella que necesita abrir la boca lo mínimo, la que reduce – la que reserva – tanto como se pueda el espectáculo de su emisión. Puesto que es sin duda de una separación radical entre la voz y la boca de lo que se trata en El Diablo probablemente. Por un lado, la voz se convierte en asunto del cuerpo por entero, asunto de los instrumentos, de las máquinas (soplar, es asunto del órgano, aspirar de la aspiradora). La consigna podría ser: no buscar de dónde viene la voz, no buscar origen visible de lo que se oye. Y para ello, después de haber restituído las voces a su devenir-ruido, dirigir los ruidos hacia un devenir-voz (y Charles las oye todas, pero como no es Juana de Arco éstas no le dicen nada).
Por el otro lado, devolver a la boca a su función de orificio, de agujero y al goce de aquél que se lo guarda. Devolver la boca al goce del diablo.
SERGE DANEY
- ¿Qué pide el clip?
Octubre de 1985. Festival de video-clips.
¿Resumen de lo que ya no sabemos hacer, o anuncio de lo que todavía no sabemos hacer?
Antes de ser una memoria, el cine fue na promesa. Antes de ser un código cultural (y un guiño) fue un contrato mercantil (y una ojeada). En la lógica del cine “del sábado a la noche”, no se iba a ver un film, sino “un film y medio”, ya que los avances de futuros estrenos anunciaban al espectador fidelizado que el cine continuaba, y que había allí ya más de lo que podía consumir. No había entonces “última función” en esas misas paganas; será en todo caso nuestra nostalgia la que habla de últimas funciones, nuestra negativa a decir palabras más directas: “muerte del cine”, por ejemplo. El cine no moría cuando se veía un film dos veces: la primera en la anamorfosis del “avance” [bande-annonce]; la segunda, en la imagen “enderezada” el film verdadero.
Resulta tentador decir que los avances ya eran clips. Verdaderos trozos selectos de un film, pero tomados a modos de muestras, picados retóricamente, desviados ya por un montaje perverso. El avance era una promesa fundada en un contrato. Promesa de placer “próximamente en esta sala”, pero contrato ya que el film y su avance estaban hechos de la misma carne de imágenes.
Con el clip, en cambio, es diferente, incluso lo contrario. Se trata más bien de un contrato fundado en una promesa. Por juego (luego, por contrato), el espectador del clip finge creer que solo ve los momentos fuertes de un todo. Solo que ese todo no existe, o no existe ya, o no todavía. Un clip no es, entonces, como suele decirse, “un film en pequeño”, es más bien el falso resumen de un film inhallable. El clip es algo que arrastra al espectador por una serie de “atajos”, sin osar reconocer que, de todos modos, no conoce el camino. Es esto, justamente lo que resulta interesante.
Ya sea vendiendo de antemano su imagen de autor, ya terminando por convertirse en el autor de su trabajo de artesano. Hace treinta años, los “jóvenes turcos” de la nouvelle vague no tenían a su disposición más que el cortometraje; hoy, en cambio, los eventuales “jóvenes turcos” vendrán más probablemente del clip y de la publicidad.
Todo esto tiene consecuencias estéticas. ¿No será el clip una forma seductora de la burla?¿Una manera en el fondo modesta de decir que, cuando sabemos citarlo todo, ya no sabemos nada de aquello que citamos?¿Que decimos “clishes” porque desconocemos las creencia y los deseos que tenían necesidad de esos clishes?¿Que nuestra joven cultura de magnetocopiadores está fundada en un saber muy fino de efectos cuyas causas se hunden en las sombras? Si todo esto es cierto, no lo es menos que no hay otro camino para continuar la historia del cine. Las nuevas generaciones empiezan siempre por apropiarse de las formas (sin querer saber nada de su genealogía), les queda toda la vida para descubrir qué “temas” portaban, a qué “fondo” pertenecen.
El clip es la memoria del cine en la medida en que el cine ha periclitado. Pero también es la promesa del cine, en la medida en que el cine, a pesar de todo, se recompone. Hay dos maneras de ver el clip. Como un simulacro (fragmento de un todo perdido) o como un síntoma (fragmento de un todo por descubrir. El placer que ligamos antes un clip está ligado con esta vacilación. Como una carta caligrafiada que recibiéramos demasiado tarde o un telegrama todavía demasiado elíptico para ser descifrado.
2 de octubre de 1985
Mucho más interesante, en todo caso, que el cortometraje. Pues lo que en el corto suele resultar cansador (incluso odioso), es que se trata de un avance falsamente humilde del largometraje que “vende” ya el cineasta en ciernes.
Es un gran todo que se minimiza en un pequeño todo (pero que, por pequeño que sea, no deja de ser un todo).
El corto, por cierto, sirve para revelar a los autores (como una carta de visita o una imagen de marca), pero no verdaderamente para renovar el trabajo de las formas.
Hoy, en consecuencia, un joven “hacedor de imágenes”, puede comenzar de dos maneras.
- gertrud (1964)
Carl Theodor Dreyer, nace en Copenhage, Dinamarca, el 3 de febrero de 1889 y fallece el 20 de marzo de 1968. Si bien su carrera duró 50 años, su producción resulta menos prolífica de lo que hubiese podido esperarse. De joven trabajó como periodista, y quizá encontró su vocación escribiendo los intertítulos de varias películas mudas y posteriormente escribiendo guiones. Su debut como director tuvo un éxito limitado.
La fama le llegó gracias a la película El amo de la casa (1925). El éxito que cosechó en su país se transformó en un enorme triunfo en Francia, donde la Societé Generale des Films le encargó la realización de un largometraje sobre la heroína nacional: Juana de Arco. La película de 1928 “La pasión de Juana de Arco” (con Artaud en la piel de uno de sus protagonistas) fue su primer gran “clásico”.
Su siguiente película fue Vampyr-Der Traum des Allan Grey de 1932, una meditación surrealista sobre el miedo. La lógica cede el paso a las emociones y a la atmósfera en esta historia, en la que un hombre protege a dos hermanas de un vampiro.
Ninguna de estas dos obras fue un éxito de taquilla y Dreyer no rodó más películas hasta Dies Irae en 1943, una película sobre la hipocresía de quienes condenaban a las brujas. Con esta película Dreyer fijó el estilo que habría de distinguir sus posteriores obras sonoras: composiciones muy cuidadas, cruda fotografía en blanco y negro y largas tomas.
Rodó La palabra (1955), en ella combina una historia de amor al estilo de Romeo y Julieta con un examen del destino. Esta película le valió el León de Oro en el Festival de Venecia, en 1955. La última obra de Dreyer fue Gertrud, de 1964, es una especie de testamento artístico del autor, en la medida en que trata de una mujer que, a través de los altibajos de su vida, no se arrepiente nunca de las elecciones tomadas.
“Estoy sentado en un teatro. Frente a mí se abre una pesada cortina. Las luces se apagan y en la pantalla brota una historia. Puede que me haga reír, o llorar. Puede que ría con lágrimas en los ojos, puede que llore con una sonrisa en la boca. Me elevo en el tiempo y el espacio y olvido la monotonía, hasta que se rompe el hechizo.”
“Creo en el deseo de la carne y en la irremediable soledad del alma.”
Carl Theodor Dreyer
GERTRUD (1964)
Escribe Deleuze en La imagen-tiempo: “Gertrud desarrolla todas las implicaciones y la nueva relación del cine con el pensamiento: la situación «psíquica» que reemplaza a toda situación sensoríomotríz: la perpetua ruptura del vínculo con el mundo, el agujero perpetuo en las apariencias, encarnado en el falso-raecord; la captación de lo intolerable hasta en lo cotidiano o lo insignificante (la larga escena de travellíng que Gertrud no podrá soportar, los colegiales acudiendo a pasos cadenciosos, como autómatas, a felicitar al poeta por haberles enseñado el amor y la libertad); el encuentro con lo impensable que ni siquiera puede ser dicho sino cantado, hasta el punto de desvanecimiento de Gertrud; la petrificación, la «momificación» de la heroína, que toma conciencia de la creencia como pensamiento de lo impensable (<<¿He sido joven? No, pero he amado, ¿He sido bella? No, pero he amado, ¿He estado viva? No, pero he amados). En todos estos sentidos Gertrud inaugura un nuevo cine cuya continuación estará en Europa 1951 de Rossellini. Rossellini expresa su posición al respecto: cuanto menos humano es el mundo, más le corresponde al artista creer y hacer creer en una relación del hombre con el mundo, ya que el mundo está hecho por los hombres.”
Artículo de Serge Daney sobre Gertrud: Una vez vi llorar a un hombre en una película. Sólo una vez, y digo bien, llorar. Ocurrió un miércoles de diciembre de 1964, una hora después del comienzo de la primera función pública de Gertrud, film danés (y pronto maldito) de Carl Theodor Dreyer.
El que lloraba (Gabriel Lidman, de oficio poeta) estaba allí, de frac, con apostura, sentado en un canapé a la derecha de Gertrud (y a la izquierda para nosotros), y hablaba aparatosamente de su desdicha (de haber sido abandonado por Gertrud en su momento, y de no haber sabido nunca el porqué). Y luego, hay un silencio curioso, las palabras dejan de salir, el rostro desnudo se convulsiona, la boca se pliega en un feo rictus, la nariz resopla en vano, se empañan los ojos, y el hombre solloza de dolor.
El acto de estar sentado se vuelve insoportable para el poeta que gira su cuerpo gordo hacia un brazo del sillón y llora módicamente. La mujer le dice con gentileza: “Se toma Ud. todo demasiado a pecho, Gabriel.” Es uno de los grandes momentos del cine.
Cuando un film es bueno, aquello que narra, y el mundo en que lo narra, son lo mismo. Gertrud se conduce en la vida como Dreyer en su película: con calma, pero a toda velocidad. Enamorada de aquello que, en los hombres, le permite amar.
Llena de afecto mordaz por supatética incapacidad de haber terminado con esos fantasmas masculinos, de envejecer sola, de sobrevivir “cuando todo ha terminado”. ¿Cómo filmar lo irremediable? ¿Cómo filmar todo el tiempo?
Esta fue siempre la pregunta de Dreyer. ¿Cómo filmar un mundo sin otro remedio imaginable que el amor, que tampoco tiene remedio? ¿Cómo hacer nacer un deseo (y tratándose de deseo físico, Dreyer es uno de los cineastas más precisos que existen) cuyo adelgazamiento o sublimación pueda filmarse de frente, como las lágrimas de Gabriel, la mirada vacía de Gertrud, la cobardía del joven músico, o el grito ronco del ministro abandonado?
¿Qué ha ocurrido? Gabriel Lidman, poeta huraño y vate del amor, vive en Roma. Cuando vuelve con los suyos, para festejar sus cincuenta años en la mejor sociedad de Copenhague, no quiere otra cosa que ver a Gertrud una vez más. “Gertrud, Gertrud, ¿por qué me has abandonado?” es su única letanía. Y cuando de hecho la vuelve a ver, cuando, sentado en ese canapé trágico, le dirige por fin la palabra, es peor aún de lo que esperaba. Gertrud lo había abandonado para casarse con Kanning, un político con posibilidades de llegar a ministro, pero (al comienzo del film) ha decidido abandonarlo a él también. Gertrud está lista para seguir a un joven músico de moda, pero en algunos instantes también renunciará a eso. Ella se irá por su lado y Gabriel por el suyo, irremediablemente. Es como para llorar, en efecto. Dreyer es uno de los raros cineastas no misóginos (junto con Mizoguchi y Renoir) que sabe cabalmente que en el momento decisivo, son los hombres los que voltean la vista hacia atrás, y lloran. De rabia, de impotencia y de deseo.
Dreyer tenía setenta y cinco años cuando pudo adaptar esta obra sueca de Hjalmar Soderberg. Como filmaba poco (aunque desbordaba de proyectos), hacía mucho que había entrado en la historia del cine, sin que hubiera terminado todavía su propia historia (morirá en 1968). Doce año entre Dies Irae y Ordet, otros diez años entre esta última y Gertrud. Esta situación penosa, esta enorme injusticia tuvo como resultado que el “estreno” parisino de Gertrud pasara a la historia como una de las fechas magnas de la ceguera de la crítica. La prensa, creyendo hallarse ante un film fallido, lo defenestró, y el público no se molestó en ir a verla.
Resultaba muy agradable contarse entre los que “defendían” a Gertrud contra la imbecibilidad del establishment crítico. Era ésa una época en que los grandes autores todavía podían molestar. Dos años más tarde le llegaría el turno a Ford: lo hicieron polvo con Seven Women.
Ver de nuevo Gertrud ahora, o simplemente, verla como si nadie la hubiera visto jamás, constituye una contundente experiencia. Dreyer es uno de los gigantes del cine. En 1964, esta obra filmada en blanco y negro, este tema anticuado (el Amor con mayúscula), y estos actores daneses, desconocidos y castos, daban el aspecto de un film clásico llegado con retraso, una extraña antigualla perdida entre exponentes del cine moderno y rozagante de las nuevas olas. Solo los admiradores reconocieron otra vez la aterradora modernidad de Dreyer, la consecuencia lógica de cuarenta años de cine palpando el espacio sin fondo del amor y los dobles fondos del cubo escenográfico, pasando por el vacío como tortura, y por la música (a menos que sean las lágrimas) como lo que viene cuando la palabra no basta. Y hoy, en un momento en que esta modernidad es visible para todos, el film va todavía adelante, y les cae como un guante a los años ochenta.
Es difícil hablar de Dreyer porque hay algo que enceguece o que desarma (como una banda de Moebius que rechazara el montaje) en su manera de abrir el cine sobre una dimensión suplementaria, la del espíritu, cuando el tiempo y el espacio son reversibles (leamos lo que escribe Deleuze en La imagen-movimiento). Nos deslizamos entre el cuadro, el plano y la escena. El presente es de inmediato pasado (y Gertrud se mantiene en la ola del presente, vacía, en éxtasis), pero el pasado vuelve intacto como si jamás hubiera sido presente; el sueño es real, pero la realidad no tiene más peso que un sueño, la foto más bella en gris y gris de la historia del cine, dispone de capas de luz en abismo como nubes de tiempo, y como todo es irremediable, de todo ello no emerge nada.
Cineastas menos geniales que Dreyer se agitan agregando dimensiones unas sobre otras. En Gertrud, todo está dado en un solo gesto. La velocidad y la lentitud por ejemplo. ¿Lenta Gertrud? Pero si una palabra, un carraspeo, una melodía, bastan para que se precipiten uno, dos, tres destinos. ¿Rápida Gertrud? Pero si un sollozo, una palabra, una mirada, pueden poner en camino, o hacen posarse, toda una eternidad. ¿Está acelerado, o detenido, Gabriel Lidman, que llora por su suerte? Ambas cosas, y eso es lo maravilloso.
(12 de octubre de 1983)
- Chantal Akerman Je tu il elle
De 1974. Dirigida y Escrita por Chantal Akerman.
Con: Chantal Akerman como Julie. Niels Arestrup como conductor. Claire Wauthion como la amiga de Julie.
Siguiendo la idea de este ciclo deberíamos este mes exhibir Toute une nuit, de la cual Serge Daney hizo una crítica. En cambio veremos Je tu il elle, la primera película de Akerman. Un problema técnico nos impide ver Toute…, pero Akerman tenía que estar. Pronto Esquizoanalisis.com contará con un curso sobre la directora y su singular relación con el concepto de Identidad y no queríamos dejar pasar la oportunidad de compartir un film de ella para todos aquellos que no la conozcan.
De todas formas transcribimos aquí algunas palabras de Daney sobre ella y el film que íbamos a pasar, que nos darán algunas pistas sobre su cine.
Serge Daney: - “Chantal Akerman nos escribía regularmente. Ponía su dirección en el sobre (Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruselles – 1975), firmaba (Je, tu, il, elle – 1974), comunicaba sus noticias en inglés (News from Home – 1976), concertaba incluso citas (Le Rendez vous d´Anna – 1978). (Aclaramos nosotros que entre paréntesis Akerman ponía títulos de sus películas).
Las cartas llegaban, eran arrojadas al tacho de basura por algunos, leídas con pasión por otros. Yo más bien formaba parte de los “otros”. Pero a partir de 1978, nada, se acabó el correo. Proyectos, sí, pero ningún film.
Fue éste el “tiempo perdido” que debió nutrir Toute une nuit, un film muy libre, no muy caro y algo extraño…” “… Pues la ficción, la verdadera, la que iría de la A a las Z, del “había una vez” a “the end”, no es para este film En Toute une nuit, Chantal Akerman se contenta con filmar de A a B.
Mil veleidades de ficciones recortadas, sí, un gran relato jamás. Si todo círculo no es realmente más que una sucesión de líneas rectas colocadas una al lado de la otra, he aquí algunas líneas.
Si toda línea no es más que una sucesión de puntos, he aquí algunos puntos. Si todo punto es, en el límite, un concepto inmaterial, he aquí un poco de inmateria. Conociendo la admiración de Akerman por el cine de Ozu, esto no sorprende.”
La innovación que introduce Chantal Akerman es mostrar las actitudes corporales como el signo de estados de cuerpo propios del personaje femenino, mientras que los hombres dan testimonio de la sociedad, del entorno, de la parte que les toca, del pedazo de historia que arrastran consigo (Les rendezvous d'Anna). Pero, precisamente, la cadena de los estados de cuerpos femeninos no está cerrada: descendiendo de la madre o remontándose hasta la madre, sirve de revelador a los hombres que no hacen más que contarse, y más profundamente al entomo, que no hace más que mostrarse u oírse por la ventana de una habitación, por el vidrio de un tren, todo un arte del sonido. En el mismo sitio o por el espacio, el cuerpo de una mujer conquista un extraño nomadismo que le hace atravesar las edades, las situaciones, los lugares (éste era el secreto de Virginia Woolf en literatura). Los estados del cuerpo segregan la lenta ceremonia que enlaza las actitudes correspondientes, y desarrollan un gestus femenino que capta la historia de los hombres y la crisis del mundo. Este gestus reacciona sobre el cuerpo confiriéndole un hieratismo que es como una austera teatralización, o más bien como una «estilización». Sí es posible evitar el exceso de estilización que tiende, a pesar de todo, a encerrar al film y al personaje, éste es el problema que la propia Chantal Akerman se plantea. (En realidad, es Alain Philippon quien somete a Akerman esta pregunta: el límite de su estilización de los cuerpos y posturas. Ella responde que desde el principio tenía un dominio técnico demasiado perfecto, especialmente de encuadre. Ahora bien, este dominio no es forzosamente bueno: ¿cómo escapar a la «gravedad» de la estilización? PHILIPPON analiza la evolución de Akerman en Toute une nuit: véase Cahiers du cinema, n.'" 341, noviembre de 1982, págs. 19·26.). El gestus puede hacerse más bien burlesco, sin abandonar nada, y comunica al film una ligereza, una irresistible alegría: ya en Toute une nuit, pero sobre todo en el episodio de Paris vu par... 20 ans aprés, cuyo mismo título relanza toda la obra de Akerman, «Tengo hambre, Tengo frío», los estados de cuerpos ahora burlescos, motores de una balada.”
Akerman hace de sus silencios y de los planos quietos un lugar de espera de notable belleza, y claramente vivos, abiertos a cierta ironía dentro de un mundo de monotonía impuesta.
Ojalá que disfruten de esta película. Olvídense de la narrativa clásica, olvídense de las categorías establecidas en cuanto a relaciones humanas, olvídense y encuéntrense en el goce de ser mirados por Chantal.
Je tu il elle, es el primer largometraje de Chantal Akerman. Basado en un relato que Akerman había escrito en París en 1968, fue rodado en 1974, en una semana y, como casi siempre en Akerman, realizado con un presupuesto muy reducido. “Alguien me regaló los rollos de película. Todavía no pagué el alquiler de la cámara. Por la noche hacía el montaje. Y trabajaba en un banco para pagar el laboratorio.” (Tremois, 1976)… “Cuando escribí el cuento, yo tenía la edad del personaje, y el mismo tipo de problemas. Si la hubiera rodado entonces, habría hecho una película sobre algo anecdótico, pero el intervalo de seis años me permitió crear una puesta en escena de la que formaba parte mi papel como actriz”
Je tu il elle está dividida en tres partes unidas por la búsqueda del conocimiento sexual y del deseo de una joven. Primero hay una carta dirigida a “él” (que en francés puede ser él o ella y esto no es poco importante en esta película). Desnudez, despojo, mirar y ser mirado. Y una voz en off describiendo algunas acciones (voz que no siempre coincidirá con lo que vemos)… Luego, “Julie-Akerman” haciendo dedo, levantada por un camión… Finalmente se encuentra con una joven. Y aquí viene una larga escena, que tal vez sea la fundación de algo que hizo que el cine pudiese comenzar a “contar” cosas que hasta el momento eran inmostrables, ya lo verán.
Residente en Bruselas y muy a menudo viajera, sus films están basados en observaciones sobre la vida cotidiana, la sexualidad, el aislamiento y la política en el siglo XX. Akerman nació en una familia judía practicante. Sus abuelos y su madre fueron enviados a Auschwitz; sólo se salvó su madre. La ansiedad materna y el exilio serán temas recurrentes en su filmografía.
Akerman señaló que a los 15 años, tras ver Pierrot le fou (1965) de Jean Luc Godard, decidió ponerse a rodar ella misma. A los 18 entró en el Institut National Supérieur des Arts du Spectacle et des Techniques de Diffusion, centro de enseñanza de cinematografía belga. Enseguida, lo abandonó, y Akerman hizo un mediometraje de 35mm en B/N, con sus ahorros: Saute ma ville.
Gilles Deleuze escribe en su libro “Imagen Tiempo” sobre Akerman: “- Desde la nouvelle vague, cada vez que surgía un film bello y poderoso, encontrábamos en él una nueva explicación del cuerpo. Ya en Jeame Dielman, Chantal Akerman quiere mostrar «negros en su plenitud». Encerrada en la habitación, la heroína de Je, Tu, Il, Elle encadena las posturas asilares o infantiles, ínvolutivas, de una manera que es la de la espera, contando los días: una ceremonia de la anorexia.
- REY LEAR de Jean Luc Godard (1987)
Intérpretes:
Leos Carax, Woody Allen, Julie Delpy, Jean-Luc Godard, Suzanne Lanza, Peter Sellars,
Kate Mailer, Norman Mailer, Molly Ringwald, Michelle Halbertstadt, Burguess Meredith
Sobre esta película se ha dicho cualquier cosa, por lo visto muchos críticos ni siquiera la han visto. Llegaron a escribir que Peter Sellers era su protagonista, cuando en realidad lo fue Peter Sellars (un maravilloso director de teatro y ópera estadounidense). Tampoco hemos encontrado alguna crítica donde se nombre que durante el film se dicen – muchos – textos tomados del libro “Notas sobre el cinematógrafo”, de Robert Bresson.
Después del desastre de Chernobyl, William Shakespeare V comienza a buscar los restos de la obra de su ilustre ante pasado, que se han perdido. Se encuentra accidentalmente con Don Learo y su hija Cordelia. Learo es un mafioso, ya anciano, que teme quedarse solo y se aferra a su hija. Sin que ellos se den cuenta, William V los oye y en sus líneas de diálogo comienza a hallar lo que andaba buscando.
El film, por otro lado, es una superposición en patchwork de muchas capas de expresión. Se incluye, por ejemplo una intervención de la voz del productor: Menahem Golam, quien, con la quiebra encima, lanzaba protestas por el retraso en la filmación de la película. Durante ese lapso, la pantalla aparece en negro con un cartel en el cual se lee: "Miedo y odio". Otros carteles irán aportando sentidos y una banda sonora maravillosa, como solo Godard sabe y puede utilizar, construyen esta película inclasificable, godardiana absoluta, graciosa y hermosa al mismo tiempo.
Woody Allen aceptó trabajar a las órdenes de Godard (en el papel de Mr. Alien). Durante el rodaje, Allen y Godard firmaron un corto de 26 minutos titulado: “Meetin´WA”. Allen confesó que nunca llegó a ver la versión de El rey Lear, aunque por referencias sabe que “es horrible”... "Pero estoy orgulloso de haber trabajado con él", explica, "porque es un genio, y cuando se equivoca se equivoca de verdad".
Dice la leyenda que la película fue el fruto del contrato que cerró Godard, una noche de cena en Cannes, con un productor de Canon. Las firmas se estamparían sobre una servilleta. La intención de Canon era producir una versión del Rey Lear con guión de Norman Mailer (que aparece al principio del film y se ve y se oye su disgusto para con este proyecto); que sucediera en el entorno de la mafia en el siglo XX. No se pudo llevar a cabo, pero Godard cumplió con su parte del contrato. Admitiendo que solo había leído las tres primeras páginas de la obra de Shakespeare y su final, el director reflexionó sobre el poder de la imagen, la muerte y las formas de comunicación. Rodada en video, Godard aparece en cámara con su tono oscuro y pelos de cables que lo hacen parecer un rastafari dadaísta.
También se dice que, mientras buscaba trabajo en Hollywood, Quentin Tarantino indicaba en su currículum que había participado en la película, sabiendo que nadie se tomaría la molestia de comprobarlo.
Serge Daney escribió mucho sobre Godard. Pero, además hay un diálogo exquisito que es lo que publicamos en esta ocasión en EQS.
Que disfruten la película!!!
- DIALOGO JEAN-LUC GODARD - SERGE DANEY
Este “Diálogo” apareció originalmente publicado en el n.º 513 de Cahiers du Cinéma, mayo de 1997.
Serge Daney. Haces la historia del cine cuando tienes claro que esa búsqueda no ha llegado a completarse, o que se ha terminado y que no se ha extraído de ella las enseñanzas que se hubieran podido sobre la gente, los pueblos y las culturas. Cuando eras másdidáctico, cuando creías más en la transmisión de las cosas, de manera más militante, yo pensaba que siempre tratabas de devolver la experiencia que se puede tener a través de una película a la vida de la gente, e incluso que lo imponías de manera muy dura. Ahora dirías que es imposible hacer algo, incluso si el cine ha tratado de hacerlo. Entonces, ¿es solamente la historia de un fracaso? ¿O es un fracaso tan grandioso que todavía vale la pena el esfuerzo de contarlo?
Jean-Luc Godard. La felicidad no tiene historia...
S. Daney. Si hoy ves una película de Vertov te das cuenta de que tenía hipótesis muy originales que hicieron de él un cineasta muy minoritario. Admitamos que esto fue ocultado por Stalin...
J.-L. Godard. Incluso por Eisenstein. Pero sus discusiones eran muy sanas. El problema venía más bien de quienes lo contaban: el lenguaje, la prensa. No nos hemos curado de este lenguaje, salvo cuando uno está muy enfermo y tiene que ir a ver a un buen psicoanalista (y hay pocos, igual que hay pocos sabios buenos). Es probable que el hecho de que mi padre fuera médico, de manera inconsciente, me haya llevado a eso: decir de una enfermedad que es una sinusitis es ya una forma de montaje. El cine indica que es posible hacer algo si se hace el esfuerzo de llamar a las cosas por su nombre. Y el cine era una nueva manera, extensa y popular, de llamar a las cosas por su nombre. [...]
S. Daney. Retomemos el ejemplo de Vertov. Hay algo en el cine que se intentó ver, que fue visible, y que después se ocultó. Pero las películas permanecen: es posible ver una cinta de una película de Vertov. Lo que debía verse a través de Vertov se ocultó, pero cuando menos queda el objeto, que sobrevive a todas las lecturas, a todas las no-lecturas. Pero tú, ¿qué sientes ante este objeto: admiración, tristeza, melancolía? ¿Cómo lo ves tú?
J.-L. Godard. El cine es un arte, y la ciencia también es un arte. Es lo que digo en mis Historia(s) del cine. En el siglo XIX, la técnica nació en un sentido operativo y no artístico (no como el movimiento del reloj de un pequeño relojero del Jura, sino de ciento veinte millones de Swatch). Ahora bien, Flaubert cuenta que este nacimiento de la técnica (las telecomunicaciones, los semáforos) es simultáneo a la estupidez, la de Madame Bovary.
La ciencia se ha convertido en cultura, es decir, en otra cosa. El cine, que era un arte popular, dio lugar a la televisión a causa de su popularidad y del desarrollo de la ciencia. La televisión forma parte de la cultura, es decir, del comercio, de la transmisión, no del arte. Lo que los occidentales llamaban arte se ha perdido un poco. Mi hipótesis de trabajo en relación a la historia del cine es que el cine es el último capítulo de la historia del arte de un cierto tipo de civilización indoeuropea.
Las otras civilizaciones no han tenido arte (eso no quiere decir que no hayan creado), no tenían esta idea de arte ligada al cristianismo, a un único dios. No es sorprendente que hoy en día se hable tanto de Europa: es porque ha desaparecido, y entonces hace falta crear un ersatz [sustituto], como decían los alemanes durante la guerra. ¡Con lo que nos costó desmembrar el imperio de Carlomagno, y ahora lo rehacemos...! Pero eso no concierne más que a Europa Central; el resto, como Grecia, no existe.
Entonces, el cine es arte para nosotros. Por otra parte, siempre se le discutió a Hollywood que no se comportara como Durand-Ruel o Ambroise Vollard con Cézanne, o como Theo Van Gogh con su hermano. Se le reprochaba tener un punto de vista únicamente comercial, de tipo cultural, y no artístico. Sólo la Nouvelle Vague dijo que el cine americano era arte. Bazin admitía que La sombra de una duda era un buen Hitchcock, pero no Encadenados. En tanto que buen socialdemócrata encontraba abyecto que sobre un argumento tan “idiota” se pudiese hacer una puesta en escena tan maravillosa. Sí, sólo la Nouvelle Vague reconoció que ciertos objetos, con temas que las grandes compañías desvirtuaban, eran arte. Por lo demás, históricamente se sabe que en un momento dado esas grandes compañías, como los grandes señores feudales, tomaron el control sobre los grandes poetas. Como si Francisco I hubiera dicho a Leonardo da Vinci, o Julio II a Miguel Ángel: “¡Pintad el ala del ángel de esta manera y no de otra!”. En cierto modo es la relación que debió haber entre Stroheim y Thalberg.
Para mí, el arte es ciencia, o la ciencia es arte. No creo que Picasso sea superior o inferior a Vesalio, son iguales en su deseo. Un doctor que consigue curar una sinusitis pertenece al mismo orden de cosas que si yo logro hacer un buen plano con Maruschka Detmers. No es necesario hacer demasiados libros de ciencia. Einstein escribió tres líneas, no se puede escribir mucho sobre él. Y está bien que no se mezcle el lenguaje en esto. A mí me gusta mucho La naturaleza en la física moderna, donde lo que Heisenberg dice no es lo que ha visto. Hay una gran lucha entre los ojos y el lenguaje. Freud intentó ver eso de otra manera...
S. Daney. Tratemos de resumir. Primero, el cine es un arte y el último capítulo de la historia de la idea del arte en Occidente. Segundo, lo importante del cine es que da información sobre lo que la gente podía ver.
J.-L. Godard. Sí, y de manera agradable: contando historias. El cine también suponía un lazo con otras civilizaciones. Una película de Lubitsch cuenta lo que puedes leer en Las mil y una noches. Las otras formas de arte no tenían ese aspecto, eran estrictamente europeas. Bajo la influencia del cine las cosas pudieron cambiar. Así, el periodo negro de Picasso llegó en la época del cine. No fue motivado por el colonialismo sino por el cine. A Delacroix, que vivió en la época del colonialismo, no le influyó el arte negro y árabe como a Picasso. El cine pertenece a lo visual y no se le ha dejado encontrar su propia palabra, que no viene de l'Évenement du jeudi[1]... Mallarmé sin ninguna duda habló de la página en blanco al salir de una película de Feuillade, e incluso diría cuál era: Erreur tragique[2]. Esto es lo que descubriría un juez de instrucción si investigara qué hizo Mallarmé el día en que escribió ese texto...
S. Daney. El cine creó también un sentimiento de pertenencia al mundo e incluso al planeta, que va camino de desaparecer con la comunicación. Cuando yo iba al cine sentía que se hacía cargo de mí, como si fuese un huérfano social; la película (gracias al montaje, al relato) me sacaba fuera de la sociedad antes de volver a introducirme en ella. Esto ha cambiado con la televisión y, en general, con los media, que tienen una importancia cada vez mayor.
Por la noche, en la televisión veo, por ejemplo, noticias de hechos sobrecogedores, muy reales. Ahora bien, el sentimiento no es el mismo: no soy considerado en tanto que sujeto sino como un adulto impotente, con un vago sentimiento de compasión, ligado a la comunicación moderna, que hace que uno esté triste por su impotencia. En esto vemos que el cine nos había adoptado al darnos un mundo suplementario que podía establecer la relación entre la cultura que tenía el monopolio de la percepción y el mundo a percibir. [...]
J.-L. Godard. El fracaso del que hablas no es el fracaso del cine, es el fracaso de sus padres. Y es también por esta razón que fue inmensamente popular. A todo el mundo puede gustarle un Van Gogh como Los cuervos, pero el cine permite difundirlo por todas partes, y bajo una forma menos terrible. Por eso todo el mundo amó el cine y lo sintió tan cercano. De hecho, el cine es la tierra, luego la televisión es la invención del arado. El arado es malo si uno no sabe usarlo. Siento el fracaso sobre todo cuando pienso: “¡Ah! Si nos dejaran hacer...”. Que es lo que por otra parte piensan muchos cineastas. El fracaso es que los puntos cardinales del cine se han perdido: existía el Este y el Oeste, y la Europa Central. No hay cine egipcio, incluso si hay algunas películas magníficas, y sucede algo parecido con el cine sueco. Ya no hay un gran eje, cuando el cine está hecho para extenderse, para expandirse; es como una carpeta que se abre. Está cerca de la novela, en la medida en que las cosas se siguen, pero lo visual hace que se vea el contenido de una página y el contenido de otra página. Está también el sentido: hacen falta los cuatro puntos cardinales. La televisión se vuelve hacia el Este y el Oeste, pero no hacia el Norte y el Sur. La televisión, aunque sea de una manera estúpida, debe jugar con el tiempo, es su papel. [...]
La Nouvelle Vague fue excepcional en el sentido de que, junto a Langlois, creyó en lo que veía. Eso es todo.
S. Daney. Pero la Nouvelle Vague es la única generación que empezó a hacer cine en el momento en que llegaba la televisión. Por lo que pertenecía ya a dos mundos. Incluso Rossellini, que jugó un papel muy importante para la Nouvelle Vague, dio ese paso más tarde.
J.-L. Godard. La historia de Rossellini es la misma que la de Cristo... Y sucede algo parecido con Renoir, que rodó El testamento del Doctor Cordelier en la época en que Claude Barma realizaba sus dramas. Uno quedaba subyugado por el trabajo de Renoir, mientras que se insultaba a Claude Barma...
S. Daney. Esta doble herencia de la televisión es muy interesan
[1] N. del T. Nombre de un periódico francés.
[2] N. del T. Se trata de una película de Feuillade de 1913 en la que el público entraba a una sala de cine en la que no se proyectaba nada y quedaba frente a la pantalla en blanco. Aunque la asociación que hace Godard es interesante, el problema es que no es posible que Mallarmé viera esta película, ya que murió en 1898.
- Perro Blanco Samuel Fuller
por Serge Daney
La historia de un perro racista. Buena ocasión para volver sobre Fuller y aquello de lo que habla: el racismo, justamente.
El estudio del racismo no es necesariamente racista, así como el conocimiento del azúcar no es necesariamente dulce. Y sin embargo, siempre hubo sospechas de que Fuller estaba “contaminado” por su tema predilecto: la estupidez del delirio racista. Hoy existiría la tendencia de liberarlo completamente de culpa y cargo. ¿Fuller, racista? Por supuesto que no: al escuchar tal cosa nos encogemos de hombros, fastidiosos. Nuestro encogimiento de hombros está justificado, pero no nuestro fastidio. Cuando un cineasta no se contenta con el discurso anti racista, sino que profundiza en la cuestión como un viejo topo anárquico, cuando hace con ello ficción, filosofía, cine, tenemos derecho a tomar en serio lo que dice.
Un antropólogo-adiestrador-francotirador negro trabaja en una suerte de zoológico itinerante que recorre Hollywood. Significativamente, se llama Keys. Asumió como trabajo propio el descondicionamiento de los perros blancos. De aquello que lo amenaza como negro, hizo su pasión de investigador. Tiene necesidad de un “perro blanco”.
“Este perro es la única arma que tenemos para reducir el racismo en el mundo.” Cobayo, objeto de la experiencia, sujeto de la cura, bolsa de síntomas, en todo se convierte el perro. Todo esto pasa en su mirada. Keys, el negro, lo descondiciona con éxito: un noventa y ocho por ciento de éxito.
Para Fuller – todos sus films lo atestiguan – el racismo es un asunto de educación. Nadie es (o nace) racista, pero muchos se convierten en eso. Fuller no cree en la violencia innata, sabe que ésta es adquirida. Como es un cineasta violento, siempre lo han tomado por un pasional. Craso error. La violencia en Fuller (y es por esto por lo que es tan moderno) es lo que existe entre los seres, el efecto del mimetismo, el espacio entre los cuerpos, el de la información y los medios. Paradójicamente, este “anticomunista” primario tiene del racismo una visión casi pavloviana, “marxista mecanicista”. Si todo el mal (o el bien) viene de la educación, debe ser posible reeducar.
Perro blanco (que no me resigno a llamar Dressé pour tuer) es no sólo su mejor film en muchos años, sino también una suerte de mapa que da en el clavo sobre el tema. Un clavo perturbador, que hace aparecer vacua y amanerada la producción norteamericana actual. En Perro blanco, el film de acción y la fábula filosófica avanzan en un mismo ritmo, no se admite nunca que lo que es físico no se tome también intelectual y viceversa. Didactismo obliga.
No contaré la historia, darésólo la ecuación de partida (es necesaria). Un blanco condiciona a un cachorro para atacara los negros. El blanco ya es racista, el perro se vuelve así con el tiempo. Ve a la especia humana dividida en dos colores, se convierte en un “perro blanco”. Una noche, en Hollywood, el perro perdido es atropellado por el coche de una joven actriz. Julie lo recoge, lo salva del exterminio (la perrera), lo cura. El perro quiere a la actriz, y la salva a su vez de un violador en un callejón. Pero luego, un día, llega el drama: descubrimos que el perro es un “White dog”.
Fuller no es evidentemente un hombre de izquierda, sino más bien un viejo anarquista que cree en la inocencia primaria de los seres. Más allá, está la violencia mimética. En el interior, una infancia irremediable. Ángeles, niños, bestias: hombres. Otro peligro: de la inocencia a la pureza, no hay más que un paso (y el racismo, ya se sabe, es un delirio basado en la pureza). La línea es delgada, pero Fuller jamás la cruzó.
Sam Fuller – he aquí su ambigüedad – ama a las víctimas. Incluidas las del racismo. Es sublime la escena en que el verdadero dueño del perro aparece acompañado por sus dos nietas y una caja de bombones. Esa basura es un buen abuelito. Es también sublime el modo en que Julie no le dice nada (lo insulta) y en cambio habla a las niñas aterrorizadas: “No lo escuchen, no crean nada de lo que su abuelo les diga”. Fuller continúa en la línea de Griffith: en alguna parte del guión, siempre hay una “Masacre de inocentes”.
Hay que enseñarle a no proceder más por generalizaciones, y el único medio de lograrlo es enseñarle el carácter “singular” de cada ser humano.
Uno por uno. Y en lo que toca captar la singularidad de los seres, el “individualista furibundo” Fuller no tiene igual. El perro aprendió a querer a Julie, que lo salvó, luego a Keys, que lo “doméstico”. El perro quiere a dos seres en el mundo=el mundo humano se reduce a dos seres. Quedan los otros, el grupo todavía más grande - blancos y negros - de los que no sabe nada, y tampoco conoce. El perro no logrará acceder al concepto de “especie humana”. Pasó de una mala generalización (el racismo) a la incapacidad de generalizar. Su violencia ya no es automática y fría, se transformo en violencia amorosa, la violencia del que sólo conoce a aquellos que lo quieren. ¿Quién no ha pensado alguna vez que el amor era también una violencia? Nadie. No Fuller, en todo caso. Es por ello que el film perturba. Es por ello que hay que matar al perro. En Fuller conviven un optimismo huraño (cree en la buena educación y en la ciencia) y una certeza modesta: la violencia amorosa es ya superior a la violencia racista. El amor es un progreso sobre el odio propio. Pero también mata.
(9 de julio de 1982)
¿Cómo se sale del racismo? ¿Hasta dónde van las ilusiones de Fuller? Perro blanco parece encaminarse hacia un happy ending, la tesis del descondicionamiento parece satisfacer a todo el mundo (es sin embargo inquietante e incluso turbia: ¿no hemos visto recientemente los “descondicionamientos profesionales” de la secta Moon?). Keys tuvo éxito en un noventa y ocho por ciento. Queda la prueba final: soltar al perro (en una suerte de arena) en presencia de Julie, de Keys y de su socio, Carruthers, un grandote simpático (y blanco). No revelaré lo que allí pasa.
Fuller cree tanto en el descondicionamiento como un analista en la cura tras un tratamiento de pocos días. El guión está bien, pero le falta tiempo. El perro se curado, pero sólo del carácter racista de su violencia, no de esta última.
- La ventana indiscreta Alfred Hitchcock
por Serge Daney
El primero de los cuatro grandes films de Hitchcock reeditados, La ventana indiscreta (1954) se libra al furor de la interpretación, se presta a todos los fantasmas y se entrega al placer del espectador.
“We have become a race of peeping-toms” (Nos hemos convertido en una raza de mirones), afirma, desde el comienzo de La ventana indiscreta, la profética Stella (una admirable Thelma Ritter), enfermera que todos los días viene a masajear la flaca espalda de L.B.Jeffries, conocido como “Jeff” (James Stewart), fotógrafo inmovilizado en su departamento neoyorkino (a causa de una pierna rota y, por ende, enyesada), gran misántropo desgarbado roído por la inactividad (¿no espía acaso, algo viciosamente, a los vecinos, enfocándolos con su teleobjetivo?), abrumado por la canícula (los veranos neoyorkinos son de una humedad terrible: se atraviesan en pijama), y acosado por la snob Lisa Fremont (Grace Kelly, bellísima), criatura de ensueño que aprovecha su dolencia pasajera para intentar imponerle sus sueños de matrimonio burgués.
Un mirón “inmovilizado”, ¿qué vendría a ser? Un espectador, claro. Un hombre clavado en su asiento, condenado a una “visión bloqueada” (bella expresión de Pascal Bonitzer), un cinéfilo, nosotros.
Pero ¿qué quiere, este espectador? Espectáculo, por supuesto. Y no cualquier espectáculo. Para él, lo ideal sería sorprender “por azar” un acontecimiento que fuera en el sentido de sus deseos más turbios y, por ende, informulables. Hacerse la película de sus malos pensamientos.
Si, aun por interpósita persona (lo que se llama un “personaje”), realiza su deseo (desembarazarse por ejemplo de la mujer que lo acosa), no habrá perdido su tiempo. Si, en cambio, toma conciencia a lo largo del camino de que su deseo es feo e impresentable, tendrá vergüenza, será castigado y, masoquista como es, tal cosa incluso le agradará. Al pequeño juego de la culpabilidad todo le viene bien.
Tomemos a Jeff, su gran teleobjetivo y su larga pierna enyesada. A fuerza de escrutar la comedia humana que se desarrolla en las ventanas de enfrente como en otras tantas pantallas, descubre uno o dos detalles sospechosos. La mujer (enferma) de uno de sus vecinos de enfrente desaparece un día de su campo visual. ¿Y si el marido (harto) hubiera terminado por matarla? Persuadido de que eso es ni más ni menos lo que ocurrió, Jeff moviliza (en vano) a un amigo policía y (con éxito cierto) a Lisa y Stella. Esta última, que había lanzado la pequeña frase sobre la “raza de mirones”, se transforma en cuestión de segundos en una supermirona. En cuanto a la afanosa Lisa, más aún que en su brazo derecho, se transforma en verdadera “mitad” de Jeff. Por sí solos, presas de hormigueante excitación, los tres se lanzan a la solución del enigma.
Y nosotros, que en la tiniebla de la sala en sombras miramos La ventana indiscreta de Hitchcock, somos en el fondo como ellos, es decir, consentimos el deseo jeffiano, anhelamos que haya “visto bien”. Y estamos preparados, si hace falta, para tener (un poco de) miedo. Después de todo, ¿no hemos pagado de antemano en la caja nuestro derecho a la visión bloqueante y a los deseos desbloqueantes? ¿A nuestro lugar de espectador? De mirón, sí.
Hay dos tipos de mirones en el cine. El tipo Rossellini y el tipo Hitchcock. Uno, que se inclina a lo obsceno, otro, que le echa el ojo a lo pornográfico. Si espío a alguien que, por definición, no podrá nunca “devolverme” esta mirada, me confronto con la obscenidad (¡es duro!). Si miro a alguien como si fuera un objeto y éste de repente torna hacia mi sus ojos de objeto y me mira, estoy en una situación pornográfica, del lado de Hitchcock (¡qué perverso!). Quienquiera que, seguro de tener sus objetos humanos en la punta de sus anteojos, haya creído al menos cruzar su mirada, sabrá de qué hablo. Y de qué miedo hablo.
Para que el espectáculo tenga su moraleja, es necesario, simplemente, que el juego entre los dos gatos (aquí, Jeff y Hitchcock) y los dos ratones (aquí, el criminal y el espectador) se equilibre poco a poco, que el ciego juego de manos que funciona como adivinanza se precipite, y que el “infierno en los otros” se transforme a lo largo del film en “cada uno, a su turno, en el papel del diablo”. Y esto, hasta el vertigo… quiero decir, hasta el vértigo. Fue a este precio que Hollywood contaba precisamente las historias que ya soñaba su público. Fue así que un hombre, uno solo, contó mejor que los otros aquello que él había analizado mejor que los otros: Sir Alfred Hitchcock.
Finalmente, Jeff no había (sólo) soñado la culpabilidad del vecino. El gran Thorwald (Raymond Burr) había cortado escuetamente a su mujer en pedazos.
Y como termina por saber que Jeff lo sabía, helo aquí (es el final de la película) cruzando el patio, subiendo las escaleras, entrando en el departamento de Jeff por la puerta, haciéndole, con voz extrañamente fuerte y desamparada, una sola pregunta: “What do you want from me?” (¿Qué quiere Ud. de mí?). No contaré el final: todavía quedan personas que, entre 1954 y 1984, no han visto aún este film de culto.
¿Por qué film de culto? En principio porque en eso fue en lo que se convirtió con el tiempo. En razón de su (casi) invisibilidad. Hombre de negocios experimentado, Sir Alfred decidió (al igual que con tres de sus otros films: Vértigo, El hombre que sabía demasiado, La soga, todos con James Stewart) volver a estrenarlo, con copias nuevas y un público del todo nuevo. Y también, porque, culto, lo había sido siempre. Tal como acabo de resumirlo, no hago más que machacar sobre melodías conocidas. Desde hace treinta años, es difícil relatar La ventana indiscreta sin pasar ipso facto de rana cinéfila a buey teórico. Gracias a este film, las mejores mentes tuvieron siempre la sensación de comprender perfectamente a Hollywood, su arte del suspenso, su retorcida moral y sus más íntimos secretos. Más que un “film que piensa”, es éste un film que da para pensar. Generosamente. Hasta el vértigo.
Y hoy, sin embargo, lo admirable no es que La ventana indiscreta sea (evidentemente) un film sobre el cine, un resumen perfecto del arte poética según Hitch, la puesta en abismo más lograda de aquello que consiste en consumir imágenes en tinieblas (como pecados), sino más bien que con todo y a pesar de todo, el film haya conservado su color, su carne, su humedad. Que esta lonja de vida estilizada y finamente picada no haya perdido nada de su sanguinolenta y básica maldad.
Un último, sorprendente punto. Consiste en decir que La ventana indiscreta, film a propósito del cual se ha hablado siempre de mirada, voyeurismo y pulsión escópica, es también (y quizás ante todo) una partitura sonora formidable, sin la cual no habría probablemente “envejecido” tan bien.
Es extraño, pero es esto lo que más impresiona hoy en día. Como director “visual”, Hitchcock sigue siendo fundamentalmente un cineasta del mudo. Es decir que considera todos los sonidos como igualmente artificiales. A Truffaut, no teme confesarle: “El diálogo es un ruido entre otros, un ruido que sale de la boca de personajes cuyas acciones y miradas cuentan una historia visual”. Esto es lo que le permitió, en el marco del cine hollywoodense de los años cincuenta, ser – a su manera – un contemporáneo de los Tati o los Bresson que, en Europa, se planteaban – a su manera – las mismas preguntas.
El punto sobre el que da la ventana es ante todo un baño sonoro, saturado, urbano, colmado de rumores y de promiscuidades, de aire cálido e incofesables reverberaciones. En ese magma sonoro hay una pequeña canción que se abre camino, y de la que, finalmente, depende todo. Escuchemos La ventana indiscreta.
(9 de febrero de 1984)